Había tenido yo una
nochecita entre toledana e infernal, con mi pequeño vástago mamón
ejerciendo de primate mamífero cada 40 minutos. Me dolía desde el
pezón izquierdo hasta la uña del meñique del pie derecho y estaba
de un humor descafeinado e intratable.
Salí a hacer unas
compras, cangureando al enano que se debatía entre ir 'ananno'
(andando) y en la mochila de porteo, que portear portea de maravilla
pero te deja con un dolor de espalda del trece, número exacto de
kilos que pesa mi 'pequeño' chimpancé. Al grito de: '¡ariiiiba,
apa!', ejercicio completo de biceps y triceps. Un par de minutos
después: 'ananno' y ¡venga flexión lumbar! Si a una noche sin
dormir le sumas este maratón de zumba, deberían colocarte un cartel
de 'Ni me miren, que exploto.'
Pues bien, no contento
con la clase magistral de paciencia materna que venía impartiéndome
durante las últimas casi 20 horas, el pequeño saltamontes decidió,
en el aparcamiento atestado del centro comercial, que las sillitas
homologadas para bebés no son lo suyo, y que él no quería ir 'ahí'
sino 'ahí'.
En tan ardua tarea de
razonamiento infantil me hallaba, cuando una furgoneta gris
metalizado paró a unos metros de mí, obstaculizando el paso, y su
dueño, que no tenía los pezones doloridos ni más sueño que la
bella durmiente rodando un anuncio con Lorenzo Lamas, puso el
intermitente y me hizo una señal con la mano. Los pensamientos se me
amontonaron, displicentes, en la recámara. “Otros tres huecos
para aparcar y el imbécil este, que ve que estoy peleándome por
sentar al niño, se pone ahí para meterme prisa. Ahora los coches
de detrás empezarán a pitar y yo me voy a cagar en todo lo que se
menea, incluida su santa madre.”
En ese preciso momento
de la escatológica hipóstasis de mi cabreo sumo, el tipo me hace
otro gestito con la mano a lo que, sin poder contenerme, replico:
“¡Venga y que te den!” Gracias a la divina sensatez de
Zorastro, las miradas no matan.
El tipo empieza a bajar
la ventanilla de su vehículo. “Ya la hemos liado” me
digo. Me veía como el del chiste aquél de: 'Pues ahora se mete el
puto teléfono por el culo.' Pero, ¡no! El hombre sonríe y, cual
si hubiera estado leyendo mis pensamientos, en un alarde inesperado
de amabilidad, dice: “Señora, no se enfade. Necesito aparcar
ahí porque tengo que descargar unas cajas. Pero tómese su tiempo,
no hay prisa. ¿Necesita ayuda?”
En ese instante sentí
como si alguien hubiese pulsado el botón de 'pausa'. El tiempo se
detuvo, literalmente, en un ejercicio de relatividad general, y me
convertí en una mera espectadora de aquella imagen. El tipo de la
furgoneta sonriendo amablemente, la señora del coche de atrás
atrapada en una mueca desabrida y nada favorecedora, mi hijo
protestando porque él tampoco había dormido demasiado bien y un
pajarillo picoteando migas de pan en el suelo. Todos petrificados, en
pausa, por tanto tiempo como fuera necesario.
Y entonces, tal cual,
como un rayo hiriendo mi mente, llegó el insight, la revelación:
todos aquellos personajes actuaban como querían, sabían o podían
en ese preciso instante sin que eso tuviera absolutamente nada que
ver conmigo. Y yo podía decidir tomármelo como algo personal y
utilizar la situación como excusa irracional pero perfecta para dar
rienda suelta a mi frustración matutina, o aceptar las cálidas
palabras del tipo de la furgoneta y respirar hondo.
Las reacciones de los
demás no tienen nada que ver con nosotros, sino con ellos. Con sus
condicionamientos, sus capacidades, sus decisiones, sus
interpretaciones, sus necesidades, sus expectativas, sus hormonas,
sus historias personales, llamadlo 'x'. El no tomar conciencia de
ello nos convierte en víctimas de las circunstancias, marionetas de
las emociones y conductas ajenas, hojas al albur del viento de la
tarde. Como dijera Viktor Frankl: “Al
hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las
libertades humanas —la elección de la actitud personal ante un
conjunto de circunstancias— para decidir su propio camino.”
Simplemente
necesitamos algo de práctica para elevarnos por encima de la maraña,
pausar la imagen y adoptar la postura del espectador, reconociendo el
papel de nuestras propias expectativas, necesidades y decisiones
porque, y de nuevo cito a Frankl: “El
amor constituye la única manera de aprehender a otro ser humano en
lo más profundo de su personalidad.”
Y si no queremos o no necesitamos, o simplemente no elegimos
aprehenderlo, salgámonos de su maraña personal y dejémoslo
marchar.